El hueco en el espacio.
Octavio Zaya


A propósito de la obra de Carmela Garciaa veces sospecho que el hilo conductor de lo que pienso frente a esta obra quiere llevarme por una calle de dirección única. Luego, de repente, como en un sobresalto, doy con un bache que me retiene un momento. O me descubro en un atajo que me lleva a otro lugar imprevisto, que me distrae de la supuesta dirección que había emprendido y me pierdo en otra parte, tal vez en otro tiempo, del pasado o el futuro. A veces no sé a ciencia cierta dónde es arriba, o dónde abajo. Pero es suficiente con que me mantenga en pie para continuar. La desorientación pasa eventualmente, aunque siempre podría haber renunciado a seguir o incluso a intentarlo. Pero pronto me animo y me doy otra oportunidad. Y prosigo, tal vez con renovado esfuerzo, como si mañana fuese hoy. Sacudo el polvo de mi cómplice sonrisa, inhalo vida y exhalo. Supongo que quiero agarrarme a algo real, tangible, y supongo que está cerca. Pero el espacio que se me ofrece aquí es demasiado corto para poder decir qué es. De repente ya está aquí, lo estoy diciendo y no me he dado cuenta. O el hilo conductor ha decidido una vez más cambiar de rumbo, echarme al fuego, y esto no es más que el síntoma de la consunción , de otro comienzo


Siempre me ha resultado desafiante tratar la obra de Carmela García. Creo que mi ansiedad emana de nunca saber cuáles son sus intenciones, de mis dudas sobre las razones por las que me atrae, por qué regreso a ella constantemente y, ahora, de no saber por qué motivo se me ofrece a mí; no saber a ciencia cierta cómo puedo o debo leer estas imágenes. Tal vez su erótica, que si no es siempre lesbiana pertenece obviamente al espacio de las mujeres entre ellas, ni siquiera está dirigida a mí. ¿En qué medida me habla? ¿En qué medida me tiene en cuenta? ¿Y qué me dice, entre otros de sus muchos intereses, preocupaciones e interpretaciones, que promueva o contribuya al auto-entendimiento entre los hombres?


Hace ya casi un siglo, a raiz de la amenaza fascista, Walter Benjamin propuso contrarrestar la estetización fascista de lo político con la politización izquierdista de la estética. Hoy, sin duda más que nunca, la sexualización de lo político (desde la “fundamentalización” política en la jerarquía familiar “natural” de los sexos que promueve la Nueva Derecha reaccionaria, hasta el empeño de los gurus de la New Age por restablecer el balance de los principios cósmicos masculino y femenino, y hasta la reducción pseudo-freudiana de la lucha política a una expresión de la irresolución del complejo de Edipo) se contraataca de manera equivalente con lo que se ha entendido como la politización de la sexualidad. A primera vista, podríamos decir que la obra de Carmela García se acomodaría fácilmente en esta práctica, que tal vez ha encontrado ya en el arte contemporáneo un auspicioso reducto de expresión, como ya sucediera con la preeminencia (ahora ya en proceso de cuestionamiento y descenso) de la politización de la estética en todos los ámbitos de la cultura, particularmente desde finales de la década de 1970. Pero habríamos de despejar unas cuantas cuestiones antes de que simplifiquemos las cosas, acabemos alejándonos de la obra, como es costumbre en estas estrategias culturales, e irremediablemente la reduzcamos a lo que no es: una declaración política.


En primer término, para muchas lesbianas (feministas o no), en el proceso de la lucha por sus derechos civiles se ha perdido tanto como se ha ganado, a pesar de los aparentes logros en haber conseguido y creado su propia representación visual, o su propia identidad visual. Para muchas de ellas, las antiguas representaciones --las de las portadas ilustradas de libros lésbicos impresos en papel barato que circularon particularmente entre 1940 y 1960 en los Estados Unidos—reconocían el deseo, reconocían el poder de la sexualidad lésbica, de una manera que parece ausente en gran parte de las auto-representaciones lésbicas contemporáneas. Como explica Jan Zita Grover, “…mucho de nuestra actual auto-representación se ha realizado a expensas de nuestra sexualidad o, en todo caso, de su representación. Al esforzarse por representar lo proscrito sexual fememino, la bollera, como persona total, muchas fotógrafas [lesbianas] han dejado de imaginarla como una persona agujero” . Esta situación, según Grove, se deriva de la relación problemática entre las formas predominantes de la cultura y las que se proponen como prácticas de oposición, entre lo que las lesbianas esperan de sí mismas y lo que esperan de ellas los grupos dominantes, entre lo que están dispuestas a concederse a sí mismas y a otros de sus propias expectativas y de las de otros.


Pero existe también otra razón, tal vez más inesperada: uno de los efectos más notables del discurso y el análisis feminista, que se desarrollaron a partir de la década de 1970 en torno a las formas en la que las mujeres habían sido representadas, es el reactivo abandono de la representación del cuerpo femenino y de la experiencia sexual femenina, particularmente en las artes visuales, no tanto en las representaciones literarias o performáticas. Mientras Rosalind Coward entiende que “hablar sobre la sexualidad, y una preocupación con la sexualidad, no es en sí mismo y por sí mismo progresista”, Jan Zita Grover se apresura a añadir que “tampoco lo es, en ese sentido, el silencio sobre el tema” . Así pues, estaría por aclararse hasta qué punto la tan discutida antisexualidad de buena parte de la escritura y la fotografía lésbica políticamente activa de los años 70 debe entenderse como una claudicación o un gesto de acomodamiento hacia el mundo heterosexual de la cultura dominante, como una corrección de reacción al esteretipo masculino preponderante de la lesbiana como exclusivamente sexual, perversa, o como una manera de acercarse y colaborar con otras mujeres, no lesbianas, en cuestiones y temas políticos que afectaban --y afectan-- a todas las mujeres por igual, tales como los derechos de igualdad política, civil, laboral, militar, etc., la reforma del aborto, la custodia o la adopción de hijos, etc. Sea lo que sea, está claro que la intención de las teorías literarias y fílmicas del feminismo emanado de los 70 subrayaba el caracter problemático de cualquier representación de la persona femenina, señalaba que el problema fundamental de la representación femenina era que la identidad y la imagen de las mujeres había sido construida y cortada a la medida del deseo masculino y se proponía establecer y desarrollar estrategias para que las mujeres se repesentaran a sí mismas sin caer en las convenciones (ideológicas) de la construcción patriarcal de la femineidad.


Para cuando Carmela García había alcanzado su mayoría de edad, a mediados de la década de 1980, y se planteaba su lugar en el mundo y su representación, el movimiento feminista, por un lado, se debatía ya entre dos corrientes. Una reunía a aquellas que sostenían y propugnaban un posicionamiento esencialista –ahistórico y metafísico- que básicamente asumía, explícita o implícitamente, la existencia de una experiencia femenina autorizada que puede hablar en nombre de y para la mujer en oposición a la edificación y estructura que los hombres habían establecido sobre la experiencia de las mujeres. Más receptiva a las teorías psicoanalíticas, la otra corriente –que tomaba en cuenta las fisuras y desacuerdos entre las feministas de raza blanca, de clase media, heterosexuales, de un lado, y las lesbianas, las mujeres pobres y de color, de otro— consideraba la femineidad como una construcción psíquica y social, como una identidad fracturada, constantemente cambiante, asumiendo significación principalmente como una ausencia estructurante (la ausencia de la masculinidad, la presencia simbólico-social alrededor de la que giran todas las otras identidades de género) que se define a sí misma en relación o reacción contra diversas masculinidades históricas. Pero hasta qué punto esa significación está determinada por la masculinidad es también una cuestión debatida y de diferentes interpretaciones en el desarrollo del feminismo.


Por otro lado, el movimiento gay confrontaba la crisis más importante, desafiante y catastrófica desde su origen, el SIDA, que determinó el replanteamiento y el cuestionamiento de la revolución sexual gay que culminó en los años finales de la década de los 70 y principios de los 80, y originó un activismo de confrontación política, de desobediencia civil y, como contrapartida, el fortalecimiento de corrientes “conservadoras” homosexuales que reivindicaban y promovían el establecimiento de estructuras identitarias de condición política y conducta social propias de la pareja y la familia heterosexual. En ese contexto, o en sus márgenes, se gestó el movimiento queer, que por un lado se proponía avanzar un argumento contra los efectos normativos de toda formación identitaria y contra los análisis identitarios reduccionistas, incluso aquellos que parecían políticamente ingeniosos y hábiles; la transformación de la realidad en vez de su mera ideologización, y la reapropiación de nociones abjectas y deploradas en los discursos culturales en general y en la sexualidad en particular. Por otro, cuestionaba cualquier clase de esencialización relacionada con la orientación sexual (la desontologización del sujeto de la política sexual) y la validez de la noción de identidad sexual como fundamento de la acción política, acogiendo en su seno a aquellos que el movimiento gay establecido había ignorado o marginado y dando paso al apoyo y al desarrollo de la autonomía trans, que desafía la concepción y realidad del género como fenómeno permanente.


Llegados a este punto, deberíamos hacernos algunas preguntas antes de proseguir. ¿Qué es lo que hace que una representación de la mujer o mujeres sea una representación lesbiana?. ¿Esta es una entidad ontológica o termina por conseguir o asumir ese estatus de representación lesbiana a partir de su uso, de su designación o de determinadas características?. ¿Y quién se arroga el derecho para decidirlo? ¿El uso y la designación de quién?. ¿Quién determina esas características?.


La obra de Carmela Garcia ni aborda ni trata ninguna de estas problemáticas y temas directamente, pero sí los intuye o los infiere, los cuestiona e incluso los desafía, porque sus imágenes suponen ciertas decisiones y también ciertas dudas, ciertas resoluciones deliberadamente ambiguas y hasta contradictorias en relación a estos. La obra de Carmela García no solo asume de antemano los presupuestos entre el feminismo de los 70, sus articulaciones durante los 80, y el movimiento de liberación de lesbianas y gays que se origina a partir de los últimos años de la década de 1960, sino también los precedentes históricos de las representaciones y fotografías de relaciones entre mujeres, particularmente los que aparecen desde finales del siglo XIX y a principios del XX. Y algo más, tan importante como definitivo: el cuestionamiento del esencialismo totalizador sexual y de género, lésbico y gay, que emprenden los llamados discursos y prácticas queer y los desarrollos marginales de las prácticas y complejas relaciones de lo trans-sexual, el trans-género y la intersexualidad. Pero ninguno de estos temas y preocupaciones está en la obra sino fuera de su marco.


Lo que está claro, en todo caso, es que la obra de Carmela García ni tiene una voluntad política ni una intención biográfica o existencial. Aunque podría argumentarse que los temas de sus fotografías y video-proyecciones se informan y se debaten entre los discursos interesados en cuestiones de la identidad y del género, sus ficciones y fantasías se despliegan siempre como representaciones del deseo y, en verdad, como representaciones del placer, no como artefactos documentales o evidencias, ni como proyecciones o ilustraciones ideológicas de aquellos discursos. Y no obstante, esas imágenes que vemos frente a nosotros, estas imágenes que componen y reúnen lo que identificamos como la obra de Carmela García –como esas imágenes que ella ha visto, coleccionado y que le han influenciado— podrían ayudar o contribuir a definir y a desarrollar nuestros sueños y lo que queremos llegar a ser, nuestras percepciones y proyecciones de lo que es posible. Estas imágenes podrían componer, pues, una ficción de lo possible; una ficción que, sin embargo, como tal, existe solo en la obra misma. En este sentido, aunque la obra se implique de antemano con cuestiones de la realidad que son estrictamente ajenas a su propio marco y pueda insinuarse o entrometerse en el espacio histórico en el que se despliega y en el que la encuentra y experimenta gente muy diferente y donde se establece su posible significación, la obra de Carmela García es, simplemente, una fabricación y una invención, tal como es “Paraiso”, el cuento que Rafael Doctor ha realizado expresamente para esta edición.


El error que cometemos todos es confundir las imágenes fotográficas con la realidad. Las fotografías, por el contrario, son representaciones. Son construcciones narrativas o poéticas; ficciones. En cualquiera de las circunstancias o características de esas ficciones, nosotros –ya sea como artistas, como lectores, críticos de la obra, o como espectadores— insinuamos, sospechamos, presumimos o suponemos aquello que representan o lo que queremos expresar o que expresan, lo que nuestras circunstancias y condiciones, nuestras compulsiones o nuestros prejuicios, nuestro inconsciente o nuestro deseo insatisfecho necesite decirnos o decirle a los otros. Unos fotógrafos cuentan historias que pueden proyectarse en nosotros a través de sus fotos, y otros nos permiten, posibilitan, que nos proyectemos en la obra. Para unos es importante lo que miramos, para otros es el mirar mismo. En la obra de Carmela García ambas transacciones son importantes.


Formalmente rigurosa, perceptiva, escéptica de declaraciones grandilocuentes y sin embargo siempre bella, sugerente y con frecuencia misteriosa, la obra de Carmela García acarrea una progresiva exploración en el mundo de “la mujer”. En el proceso de esta tarea, en el mundo de la imaginación de la artista se revela y desenreda sutilmente una narrativa de intercambios e intrincamientos entre mujeres. En esta obra, ese mundo siempre es un mundo sin hombres. Y hasta podríamos decir que, en lo general, las fotografías de Carmela García contrastan y confrontan la indiferencia sexual que sostiene en general el discurso heterosexual dominante en cuanto a la relación entre mujeres (salvo en la pornografía expresamente fabricada para el consumo del hombre hererosexual). ¿Pero hasta qué punto lo que nos presenta estas fotografías, en su relación entre la tradición, composición y resolución de su lenguaje visual y su actitud hacia las cuestiones de la representación de las diferencias sexuales y sociales, puede calificarse específicamente como lésbico?.


Sin duda, en estas ficciones, Carmela García registra ocasiones en las vidas y relaciones entre mujeres e individuos que trascienden la mera reunión de agrupaciones anónimas insignificantes. La obra de Carmela García se despliega como un ejercicio que se desarrolla tanto a partir de la historia de las relaciones sociales entre unas mujeres como en una ficción en curso que nos ofrece visiones oblicuas del contacto personal, las afinidades y el amor entre ellas. Pero esas vidas y relaciones se representan de manera idéntica a como podrían representarse otros grupos sociales, con la evidente diferencia que supone el hecho de que todos los personajes son solo mujeres o individuos que suponemos mujeres, marimachos, trans-sexuales, ambiguos o indefinidos en cuanto a nuestra posible identificación de lo que son.


En este sentido, ni lo que se entendería como lesbianismo, ni lo que se entiendería como feminismo pueden ser el producto de las experiencias o los intereses de las mujeres, simplemente porque no existe tal unidad. El lesbianismo es una categoría identitaria que se define ontológicamente, en base a una presumida esencia, o a partir de sus prácticas, y el feminismo es un movimiento de alianza entre mujeres con propósitos y objetivos políticos específicos; una agrupación de diversas identidades unificada por intereses políticos, no por experiencias comunes. De modo que la fotografía de Carmela García solo podría calificarse como lésbica o feminista en la medida en que los individuos involucrados en ellas se autoidentificasen como lesbianas o la obra se instrumentalizara para esto a aquel objetivo político en nombre del movimiento feminista. Pero entonces ya no estaríamos frente a una obra de arte, a una ficción, ni la artista habría hecho el esfuerzo de reunir a un grupo de modelos para crear sus ficciones, sino que estaríamos frente a un documento. Ninguna fotografía tiene una orientación sexual ni es una declaración de principios. Sería, pues, erróneo ignorar la obra y dirigirnos a la supuesta realidad, a la experiencia que la motiva, buscando en ésta la explicación de aquella. En todo caso, esa realidad, en tanto en cuanto podamos llegar a descifrarla o conocerla, no existe más que en la obra, no existe fuera de ésta. Sin embargo, es cómodo, y supone un menor esfuerzo, calificar la obra simplemente como una “obra lésbica”. Después de todo, los estereotipos siempre nos sirven para simplificar las cosas, para hacerlas inmediatamente reconocibles y para rápidamente enterdernos y referirnos a un asumido consenso sobre un atributo o una compleja relación social.


Chicas, deseos y ficción (1999-2000), la primera serie con la que Carmela García se da a conocer en el mundo del arte español, establece las bases a partir de la que se ha medido y se reconoce la producción fotográfica de la artista. Por un lado, las composiciones de todas y cada una de las fotografías de esta larga serie son configuraciones clásicas, en general reminiscentes de combinaciones y distribuciones pictóricas más o menos familiares o convencionales. En solo algunos casos nos recuerdan las portadas de los libros de narraciones lésbicas que se publicaban en los Estados Unidos durante los 40 y los 50, y en otros podrían sugerir escenarios de algunas películas pornográficas gays de los 70 y los 80. Pero en su representación no hay nada que a los espectadores del siglo XXI nos parezca transgresor o particularmente inesperado. Solo los temas –todavía controvertidos para muchos— son los que con frecuencia pueden desplazar la belleza, la elegancia, la habilidad artística y el atractivo de las composiciones. Por otro lado, la variedad de estas composiciones en una misma serie sugiere y revela una artista particularmente interesada y comprometida con la habilidad formal de los lenguajes visuales que utiliza y con el artificio técnico. Carmela García, en efecto, desarrolla una obra de contrastes, precisa en el uso de la forma y fascinada con el entrelazado de realidades pictóricas complejas y el juego de sus múltiples referencias culturales.

Lo que también se destaca, lo que en cierto modo unifica a toda esta serie fotográfica es la selección y la apropiación del espacio, ya sea público o privado, exterior o interior, artificial o natural. En las fotos de esta serie, la artista se ejercita y se entretiene en planos largos (a veces con múltiples agrupaciones y retratos que conforman diferentes marcos), en planos medios y primeros planos (retratos), con escenarios interiores y exteriores, siempre urbanos o suburbanos (desde saunas, calles y parques públicos hasta cuartos y baños privados). Los temas que articulan los personajes, además de ser una excusa para composiciones y resoluciones formales, proponen o componen una especie de utopía efectivamente estatuida donde los lugares reales de la cultura urbana (por ejemplo, el Parque del Retiro de Madrid, fácilmente identificable en esta serie) simultaneamente se representan, se contestan y se invierten.

El espacio urbano es un espacio dominado, un espacio abstraído en retículas y regimentado por los poderes gubernamentales y del capital para el control social y la explotación lucrativa. Bajo estas condiciones, la realización y desarrollo de un espacio habitable acarrea la constante lucha de sus moradores/ciudadanos para apropiarse y reapropiarse el espacio urbano para otros fines que los estrictamente relacionados con la productividad y el tráfico y comercio oficiales. Para Henri Lefebvre, esto significa, por encima de todo, la apropriación y reapropiación de la ciudad para el cuerpo, toda vez que la abstracción del cuerpo –como la de la ciudad— es ya prevalente e inescapable. “Confinado por la abstracción de un espacio descompuesto en emplazamientos especializados, el cuerpo mismo está pulverizado. El cuerpo, tal como lo representan las imágenes de la publicidad (donde las piernas se emplazan en lugar de las medias, los pechos en lugar del sujetador, el rostro en lugar del maquillaje, etc.) sirve para fragmentar el deseo y condenarlo a la ansiosa frustración, a la no-satisfacción de las necesidades locales” . Y más adelante Lefebvre plantea:


Hoy, cualquier “proyecto” revolucionario, ya sea utópico o realista, debe…realizar la apropiación del cuerpo, en asociación con la reapropiación del espacio, como una parte no-negociable de su programa…En cuanto al sexo y a la sexualidad, aquí el asunto es más complicado…Cualquier reapropiación verdadera del sexo exige que se establezca una separación entre la función reproductora y el placer sexual…El verdadero espacio del placer, que sería por excelencia un espacio apropiado, no existe todavía. Los resultados, hasta la fecha, están bastante lejos de los deseos humanos, incluso si unas cuantas ocasiones del pasado sugieren que este objetivo es alcanzable .


Obviamente, cuando Lefebvre escribió estas palabras, en 1974 –inmediatamente después de la revuelta obrero-estudiantil del Mayo Francés (1968) y la disolución de la Internacional Situacionista (1972)— el movimiento gay apenas acababa de iniciar (Stonewall, Nueva York, 1969) la revolución sexual que se apropió paulatinamente de los espacios en las centros metropolitanos occidentales, desde los baños públicos hasta determinados parques y barrios, desde las saunas hasta las estaciones de metros y terminales de trenes, desde las grandes superficies hasta las autopistas y ciertas playas, etc. Y esto es precisamente lo que refleja esta serie de Carmela García; una ficción que se inspira específicamente en la apropriación del espacio urbano que ha efectuado y practica el movimiento gay en las ciudades de todo el mundo para encuentros y yuxtaposiciones casuales del placer sexual; una ficción que no se corresponde, en lo general, con la tradición o los espacios de encuentro entre lesbianas. El video Cruising (2000?), que la artista atribuye a esta misma serie, traza igualmente el movimiento y el ritmo de un potencial encuentro de mujeres en un parque, a la manera de una de las prácticas tradicionales de ligue entre hombres gays. Y sin embargo, en todas las fotografias de Carmela Garcia, aún apropiando esos espacios fácilmente identificables, todo sucede fuera de la realidad, todo sucede “en otra parte”, fuera de la corriente dominante. Todo sucede solamente en la obra: las chicas, el deseo y la ficción. Porque no existe un mundo independiente, un mundo separado de mujeres.


Así pues, los temas que sugiere, reconocemos, identificamos o proyectamos en la serie Chicas, Deseos y Ficción se resuelven, a veces, “deshaciendo” nociones establecidas de “la personalidad femenina” y, otras veces, se agrupan en una combinación de representaciones que se apoyan en fantasías interesadas en las complejas relaciones entre lo trans, el feminismo y las prácticas queer. Sin embargo, el supuesto planteamiento de una práctica representacional femenina autónoma o separatista, sin hombres, no señalaría nunca, en esta obra de Carmela García, una ruptura de la relación con “el hombre”, sino que produciría un “lenguaje” que puede resistir, y por lo tanto trata de independizarse, de cualquier intento de representar “lo femenino” en la economía discursiva/representacional “masculina” establecida, a veces asumiendo y apropiándose, para ello, de escenarios y prácticas que se corresponden con los de orientaciones sexuales masculinas no heterosexuales.


El tríptico fotográfico de Ofelias (2000) es, sin duda, más sublime, y también más pictórico. La idealización y el aislamiento del personaje de estas fotografías extraordinarias no se insinuaban –sino en algún ejemplo de excepción— entre las fotografías de su serie anterior. Lo que si se corrobora aquí es el interés de la artista por la composición, y el riguroso, inflexible enmarque de sus temas. Aquí se exploran, particularmente, los efectos de la luz, la textura de los reflejos y de las transparencies, los contrastes, la conjunción y la disolución entre el fondo y el primer plano. De nuevo, como de costumbre, siendo mujeres las que la artista prefiere como tema, uno se siente tentado a improvisar, a sugerir una lectura más allá del marco, pero esta vez las obras se resisten, esta vez tendremos que considerar estas obras por lo que son, por lo que valen, no por lo que podamos proyectar sobre éstas. En todo caso, aquí, el pretexto, la excusa, es el mar, que, aunque confundimos con Poseidón en la mitología clásica y en la astrología lo identificamos con Neptuno, privilegia su asociación con las sirenas; en la literatura, si duda, con esa sirena en “The Idea of Order at Key West” (Wallace Stevens), y con el final de Virginia Woolf, Silvia Plath, Alfonsina Estorni, y en el arte con Ofelia (en el arte contemporáneo español con los Ofelias y Ulises que se inventó Rafael Doctor en Venecia, 2000); el mar, el mar que apasiona y tiene una presencia fundamental, persistente, en la cultura –la literatura y el arte— de quienes hemos nacido en las Islas Canarias.


La relación con Stevens no es fortuita ni arbitraria. Quienes conocen el poema de Stevens saben que me refiero a que todos necesitamos leer orden y significación en el mundo para entenderlo, incluso si el significado que implicamos es falso. Y lo mismo nos sucede frente al arte. Procurando hacer la obra (el mar) inteligible, comprensible, tratamos de “personificarla”, cargarla, como en el poema de Stevens, con atributos humanos (el “cuerpo” y el “llanto” de la sirena del poema). En el poema, “cuando cantaba, el mar/ Cualquiera el ser que tuviera, se convertía en el ser/que era su canto. El mar se personifica como “ser” y, como tal, se conecta con la mujer y su canto. "The Idea of Order at Key West" se pregunta, “¿De quién es este espíritu? dijimos/Era el espíritu que buscamos y conocimos/Que debemos solicitar tan a menudo como ella cante”. Estas líneas, expresan la idea de Stevens de que los humanos añoramos explicaciones, “furor por ordenar las palabras del mar”. La gente ve que la obra (el mar en el poema) es “más que eso/incluso más que su voz”. Pero la obra no puede ser solo “más”, necesitamos concreción para entender, necesitamos personificarla. Y no estamos tranquilos hasta que no hayamos “dominado la noche y dividido el mar”. Pero el poema de Stevens establece que el resultado de dividir y analizar la obra (el mar) para enterderla, para su significación, es falso, porque la obra no es una máscara (“El mar no era una máscara”), un símbolo de algo más grande, transcendental, que pueda asignarle ese significado. De lo contrario, recurrimos a Dios o recurrimos a la ideología.


Si Carmela García despejaba con Ofelias las lecturas unidimensionales que amenazaban reducir su obra a una mera ilustración de declaración socio-política, Paraíso (2003-2004) abandona una vez más el espacio urbano para desplegar una “poética” arcadiana, y por tanto idealista, a través de una serie de fotografías y video-proyecciones más intimista, igualmente pictórica y en ocasiones romántica. Paraíso es un estudio de la mujer en el paisaje, con el paisaje, más allá de cualquier otra referencia (cargada culturalmente) que no sea la de su propio marco, la de su propio espacio. En cierto sentido, aunque más sutilmente que en las implicaciones socio-políticas de Chicas, Deseos y Ficción, esta obra podría destacarse también como intrusora, translimitándose, en este caso en relación a la práctica fotográfica, si tenemos en cuenta que la artista se apropia de un género fotográfico que hasta hace poco se asociaba histórica y generalmente con el hombre, cuando no considerado su dominio.


Las extraodinarias imágenes fotográficas de paisajes que nos vienen siempre a la memoria representan el trabajo de aquellos que acompañaron a las expediciones de exploración y conquista por el mundo desde mediados del siglo XIX; la mayoría de ellos, casi sin excepción, eran hombres. Algunas mujeres, sin duda, fotografiaron los asentamientos de las regiones occidentales de America del Norte, sus quehaceres diarios, y las gentes aborígenes que encontraron a su paso, pero la naturaleza limpia, en su grandeza y en su belleza sublime, apenas fue un tema en el que se ocuparon. Existen algunos casos a finales del siglo XIX, pero, si no son conocidos solamente por los especialistas, son exclusivamente fotografías documentales, anónimas o personales. Más recientemente, desde los 80, algunas mujeres fotógrafas han reivindicado este género; entre ellas, algunas para amoldarse a clichés ya cansinos –donde la tierra representa ideas como la fertilidad y la identidad femenina, etc.— y otras para evocar situaciones y problemas ecológicos o otros aspectos más líricos, melancólicos, misteriosos o históricos del paisaje. Este Paraiso de Carmela García se asocia con esta nueva tradición, pero sin llegar al extremo de Ana Mendieta, para quien el cuerpo de la mujer, su propio cuerpo, era “una extensión de la naturaleza”.


Paraíso es otra oportunidad para demostrar la versatilidad del lenguaje fotográfico de Carmela García y su interés en las posibilidades de sus diferentes géneros. Desde bosques hasta lagos, desde montes hasta islotes, desde acantilados hasta palmeras gigantes, la artista sitúa a la mujer en ellos, junto a ellos, sola o acompañada, para medirla con ellos, para que admire su grandeza o para desaparecer. En estas fotos de Carmela García, la mujer es como la conciencia del paisaje, más que su extensión, en la medida en que este se reconoce aquí en su diversidad y su multiplicidad, su diferencia y su fragmentación, desheredado siempre de cualquier significación. Incluso cuando la mujer se impone en el paisaje, como sucede en la video-proyección “Espacio de Silencio” (perteneciente a la misma serie y que se corresponde con la foto del mismo paisaje, donde la mujer está ausente), lo que se articula, a la vez que se revela, es una danza de silencio, una visión sin comentario, que se repite, sin explicación, no porque sea una imagen reducida a ser simple forma insignificante, sino porque se transmite como evento que ha encontrado su forma. En toda esta serie, cualquier contenido sería tan irrelevante, tan ordinario, que sea cual sea la forma o la manera en que abordemos una interpretación, para horadar el sentido que buscamos, no conseguirá sino frustrarse, fracasar, porque –como Barthes explica para referirse al haïku— el proceso de lectura que exige requiere que uno “suspenda el lenguaje, no lo evoque”.


Carmela García, en cambio, apela al pasado para corroborar la pertenencia de su obra. Casi simultáneamente con la elaboración de su serie Chicas, deseos y ficción y hasta recientemente, la artista ha ido acumulando, coleccionando, sin una voluntad sistematizadora ni historicista, reproducciones de fotografías e instantáneas anónimas del siglo XIX y primeras décadas del XX de mujeres solas, en pareja o en grupos, respectivamente ante el paisaje, en jardines, en parques, en la playa, en el campo, en la ciudad, en sus calles, en salones privados o el estudio del fotógrafo, a veces informales y con frecuencia en situaciones afectivas, entrañables, que revelan, el amor entre ellas, “felices de estar juntas” . Una selección de esta colección se reunió en su libro Mujeres, amor y mentiras (2003) y, más recientemente, un extracto aún más amplio –que se recoge en un carrusel de 100/150 diapositivas para proyección— se concibe como una instalación-diaporama, Mentiras (2001-04), que mantiene un diálogo y ha ejercido una influencia importante sobre toda la obra de Carmela García.


Mentiras es, desde su inicio, un reflejo de la voluntad de explorar, de mantener una historia a la que referirse como propia, a la que uno pertenece; una historia de la que resulta el reconocimiento de lo que uno es. Esta evidencia de “la añoranza por la validación propia” --como dice David Deitcher de la atracción que ejercen las fotos antiguas de la amistad y amor entre hombres para algunos individuos gays americanos— es también, en la obra de Carmela García, una activación de esos artefactos enigmáticos, para transformar, para reemplazar, “el espacio objetivo de su origen por el subjetivo de mi mirada…para contar otra historia”. La artista encuentra algo que quería, que incluso necesitaba, ver, pero ver como reflejo de sí mismo y ver como suyo propio. En realidad, en el caso de Carmela García, la relación entre estos artefactos y la artista es recíproca, una ha hecho a los otros y viceversa. Lo que nos interesa del caso no es solo cómo el mundo de la imaginación de la artista, y nuestra propia imaginación, la del cualquier espectador, puede decidir y proyectar la procedencia de estas fotos anónimas y respoder a las múltiples cuestiones que estas suscitan; quiénes eran, a qué se dedicaban, qué los unía, qué clase de relaciones mantenían, qué los motivó a posar juntos frente a la cámara, etc. También nos seduce cómo estas fotografías anónimas y antiguas, a veces de dimensiones minúsculas, han determinado la selección de la escena, la composición, el marco y la misma concepción de algunas de las fotos de gran formato de Carmela García, cómo aquellas se repiten y se transforman en éstas, y aún más, y lo que es más definitivo: cómo estas fotografías constituyen ya una obra de la artista .


Entre su colección de fotos, sus bocetos, pruebas, las rutinas de trabajo y los experimentos que simultáneamente ocupan a Carmela García, la artista ha venido desarrollando una serie de dibujos/retratos que conforman una serie coherente, consistente y elocuente que proporciona ideales de una belleza andrógina perfilados simple y claramente, sin otra afectación que la del estilo no-ornamental de la línea. Aunque Carmela García es conocida como fotógrafa y como artista de video y proyecciones visuales, estos dibujos, prácticamente inéditos, revelan sin duda una dibujante sólida, resuelta, que nunca logra oscurecerse tras la preminencia de sus grandes formatos fotográficos y sus temas atrevidos, a veces comprometidos. La artista se ha inspirado en esta serie en curso, donde aquellos sirven de armadura rudimentaria, para crear un mural políptico de pintura acrílica sobre tela. Try to Be a Boy, Try to Be a Girl (2004) es tanto una obra peculiar y divergente en la trayectoria de Carmela García como una muestra más de su incansable e inexorable propósito de extender su práctica artística y su exigente e insatisfecha curiosidad por los medios, las técnicas, las disciplinas, los formatos y las composiciones en los que representar y ocuparse de su tema principal. En este caso, como en otros ya comentados, la artista flirtea con la noción del género, en su indeterminación y ambiguedad, en su confusión e impermanenecia, para explorar aquel motivo, modelo y obsesión warholiana (formal, conceptual, sexual) de las diferencias y las repeticiones de lo mismo.


En cierto modo, toda su última obra, entre fotografías y video-instalaciones, se reencuentra con nuevas versiones formales y significativas que exploran, unas veces sintetizan y otras inesperadamente precipitan, el tema primordial de la artista. De entre éstas, destaco la video-instalación La noche de Silvia (2004-05) porque por una parte es un ejercicio que vuelve a desequilibrar una lectura cabal, definitiva, y por otro nos sirve como metáfora para acercarnos de otro modo a la creación polivalente, en este caso heterotópica, de Carmela García. La escena se sitúa en la antesala que conduce a lo que entendemos como el “cuarto oscuro” de los clubs y otros lugares públicos gays, donde se practica el sexo anónimo entre hombres; cuartos todavía activos y en proliferación en las capitales y metropolis europeas, e ilegales, aunque clandestinos, en los Estados Unidos desde que se diagnotica el SIDA en el primer lustro de los 80. En el caso de la video proyección de Carmela, en esta antesala solo hay mujeres como si estuvieran en espera, como si estuviesen al acecho de un momento anticipado, mirándose entre sí, como si paseando impasiblemente de un lado a otro del cerrado espacio casi a media luz. Una música pop-rock suena de fondo. De cuando en cuando, una de las mujeres entra en un cuarto oscuro situado al fondo, a la derecha de la sala. Otras salen de ese otro cuarto. Pero nunca sabemos, a ciencia cierta, lo que sucede allí, en el cuarto oscuro. Esta video-instalación, que idealmente –de pared a pared, desde el suelo hasta el techo— cubriría toda la pared del fondo de una sala oscura de proyección, produce en el espectador una situación desorientadora. Acaba de entrar en un cuarto oscuro que proyecta/materializa una escena que conduce a otro cuarto oscuro. ¿Qué es ese “otro” cuarto oscuro?. ¿Qué pasa en él?. ¿A dónde conduce?. ¿O es acaso la salida de este cuarto/sala donde nos encontramos?. ¿ En este otro cuarto oscuro se proyecta algo?. Obviamente, todas estas son preguntas retóricas, pero esa desorientación, esa especie de vértigo, esa falta de familiaridad de lo familiar, es una de las condiciones del arte y de la poesía.


La Noche de Silvia es pues, también, una metáfora de la problemática de la creación artística, un espacio heterotópico—entendiendo ello en un sentido amplio, quizás menos literal, quizás menos restringido, que la designación tan frecuentada de Foucault— en el que se confunden, solo para diferenciarse, la realidad y la ficción. La hetorotopía foucaultiana es un lugar designado para la actividad humana, demarcado espacial y temporalmente y caracterizado por una doble lógica del espacio social y la coexistencioa simultánea de dos o más ambientes o escenarios espaciales. Para Foucault, tanto el museo como el cementario eran espacios heterotópicos. Pero también podría entenderse como en relación a los usuarios de ese espacio, no solo referirse a la organización espacial. Si el espacio es heterotópico, entonces entrar y salir de “otros” espacios supone simplemente establecer o deshacer contactos, con algo, con alguien, estar expuesto a su mirada. Aquí, las condiciones espaciales ya no existen, ni como demarcaciones ni como fronteras. El individuo ya no puede ser “contenido” por el espacio que ocupa su propio cuerpo. El espacio de nuestro cuerpo se multiplica en esos “otros espacios” o está representado en esos espacios. Esos espacios, sin embargo, no se corresponden entre sí, no se podrían sobreponer uno en el otro, uno no contiene al otro. En la obra de Carmela García, y particularmente en esta video instalación, la relación entre la realidad y la obra, la realidad y la ficción, tanto para el artista como para el espectador, desenvuelven ese espacio heterotópico, donde tanto el artista como el espectador tiene la licencia para transitar, el derecho de paso, para intesectar esas dos redes sin correspondencia, donde uno siempre se mantiene en el proceso de confundirse con el otro. En realidad no existe ninguna de las mujeres de La Noche de Silvia, aunque parezcan reales. Pueden haberse inspirado en esta o aquella mujer, pero no ocupan el lugar de esa mujer o mujeres, no son esa mujer. Ni tampoco existe ese espacio en la realidad, al menos no existe como lugar de reunión de mujeres, aunque tal vez la artista habría deseado que lo fuera, si es que se ha podido aventurar en los “cuartos oscuros” gays de los que este espacio podría ser una reflexión. Esas mujeres y ese espacio son solo realidades ficticias, creaciones del arte, de la imaginación. Todos las obra de Carmela García, todos los títulos de sus series apuntan precisamente a eso.


Por lo demás, desde su primera serie fotográfica, Chicas, deseos y ficción, hasta esta útlima mencionada video-proyección, Carmela García ha trazado una trayectoria, una suerte de “jardín de senderos que se bifurcan” efectivamente establecido, en el que los espacios reales que encontramos a través de la cultura se representan, se contestan y se invierten, desde el parque público hasta las saunas, desde las habitaciones oscuras de los clubs gays hasta la playa. En estas ficciones, existe finalmente el verdadero espacio del placer de la mujer, el espacio apropiado por excelencia. Un espacio que cruza, se entromete y transgrede la localización social y estética; que se articula en el dominio del medioambiente público/privado, contruido/natural…Un espacio como zona activada que ha sido apropiado por su ocupante. Pero estos espacios no ignoran “la historia (de ella)” mientras sirven para la “representación” de los encuentros casuales, “los momentos fugaces” del deseo. Carmela García asume estas representaciones como ficciones del espacio, pero no como “ficciones” porque sean falsas, ni porque sean fantasmagóricas, sino porque reinventan maneras y técnicas de representar orientaciones sexuales reales, innombrables históricos, que todavía cubrimos en el espectáculo urbano y proyectamos como sueño en el espacio natural. Carmela García revela ese “hueco” de la realidad con sus obras. En realidad, como hemos visto, para Carmela García no es tan importante, al final, lo que fotografía con su cámara; lo importante es la forma, la manera en que uno se conecta finalmente con los demás.

*Texto para el catálogo de la exposición "El hueco en el espacio" en el CAAM. Las Palmas.