Paraiso.
Rafel Doctor
Sara nació tras un parto tranquilo. Cualquiera podría haber
pensado que la matrona estaba atendiendo a una enferma de lumbago más
que a una primera parturienta. Sara nació el primer día
de un octubre austral, cuando la tan deseada primavera parecía
haberse instalado definitivamente en el espíritu y clima de aquel
lugar. Sara con sus ojitos milagrosamente abiertos no lloró al
nacer. Aunque este tipo de cosas se subliman cuando se amplifican en el
tiempo, todo el mundo cuenta que la pequeña desde los primeros
brazos que la sostuvieron pareció observar detenidamente a cada
una de las comadres que la recibían en este mundo. Había
algo especial, algo bellísimo en aquel lugar, algo casi perfecto,
si, bello, algo bello. Tras varios abortos indeseados, casi perdida la
esperanza, sin ningún sobresalto en la gestación, la pequeña
aparecía en un mundo que la ansiaba.
El nacimiento de la primogénita del gran terrateniente chileno
fue acompañado con una gran algarabía en toda aquella hacienda
que ya contaba con futura heredera. La fiesta se sucedió durante
dos días y fue interrumpida por la confirmación de una extraña
enfermedad en la pequeña. Los doctores auguraron una muerte segura
si del cuerpo de la niña no desaparecían las ronchas y pústulas
de origen desconocido que al poco tiempo de llegar al mundo habían
empezado a aparecer en su cuerpo. Cuantos más doctores se acercaban
a examinarla más y más enfermaba sin que ninguno fuese capaz
de dar una solución que pudiese calmar el dolor y la fiebre que
su ínfimo cuerpecito soportaba. La madre sintiendo que la ilusión
de su vida se desvanecía de esa manera tan atroz, desesperada se
encerró en la alcoba con la pequeña y no dejó entrar
en ella a nadie nada más que a la joven nodriza dispuesta para
criar a la pequeña. La desolación y la tristeza reinaban
en la casa pues se habían perdido casi todas las esperanzas de
recuperación y el padre, apesadumbrado, ya no solo temía
por la salud de la pequeña sino que veía como su amada esposa
parecía haber enloquecido ante la inesperada e injusta situación
producida. Pasaron dos días y al amanecer del tercero, de una forma
casi milagrosa, la fiebre y las manchas desaparecieron casi por completo
del cuerpo de la pequeña. La madre, al descubrirlo, no pudo evitar
salir gritando de alegría por el corredor de la casa hasta que
topó con su marido recién incorporado del camastro en el
que intentaba descansar de prolongado mal sueño.
-Ramiro, la niña se ha recuperado. No tiene fiebre. Está
sonriendo. Se le fueron las manchas.
Rápidamente el sigilo de la desdicha se torno en algarabía
y la casa pareció revivir la misma ilusión que se había
producido semanas atrás durante el parto. De hecho, la niña
parecía haber resucitado de una muerta ya vaticinada y para la
que parecía que nada se podía hacer.
El señor Ramiro se dirigió a la alcoba y tras recibir una
sonrisa y un balbuceo de su hija se la llevó a la cara y no dejó
de besarla con delicadeza diciéndole dulcemente que se quedase
con ellos, que la querían, que la necesitaban y que la iban a proteger
siempre. El padre aprendió repentinamente que todo el oro del mundo
no era más importante que aquellos tres kilitos que residían
sobre sus brazos. Todo está aquí. Lloró pues entendió
que la felicidad era frágil y él se había equivocado
siempre al haberla proyectado en la conservación de su gran hacienda
y todos los asuntos que de ella pendían. Si alguien le hubiese
preguntado en ese momento si hubiese dado todo lo que poseía por
salvar a su hijita, hubiese respondido afirmativamente.
Tras el renacimiento, llegaron los doctores y volvieron a examinar a la
niñita sin tampoco poder dar ninguna explicación convincente
mucho más allá de la de reconocer que hay ciertas enfermedades
en los niños extrañísimas, difíciles de prevenir
o curar.
-Además, hay una cosa cierta, señora, la niña viene
de una lugar perfecto, de un paraíso digamos. Si, su barriga ha
sido para ella un lugar perfecto y protegido que usted desde esta parte
en la que estamos, desde fuera, se ha ocupado de cuidar. Venir al mundo
es como cambiar de galaxia, ahora ya no hay paraíso y la comida
hay que digerirla por si mismo de la misma forma que luchar contra los
gérmenes. El cuerpecito de la pequeña ha sufrido una batalla
pero ha salido victorioso.
Con estas palabras de uno de los doctores, la Señora Julia comprendió
definitivamente la fragilidad de los sueños e ilusiones y, lo que
es más duro, aceptó la independencia del ser que durante
nueve meses había formado parte de si misma. Ella ya no podía
hacer todo; el cordón umbilical era ya imaginario y no podía
asumir toda la responsabilidad que la había estado atormentando.
No obstante, todo volvía a ser tal y como se había soñado.
La calma volvía a la mansión y se rezaba para que prevaleciese
durante todo el tiempo del mundo.
A la hora de la siesta un grito volvió a dar paso a la pesadilla.
-Señora, señora, la niña…
Las manchas y la fiebre habían vuelto de súbito y parecían
aún más virulentas que la primera vez. Los llantos renacieron
y la desesperación volvió a apoderarse de toda la estancia.
De nuevo, como queriendo acabar lo iniciado anteriormente, la madre volvió
a encerrarse con la nodriza en la alcoba y no dejó que nadie accediese.
Ordenó que no llamasen a los médicos y la dejasen en paz
hasta que ella dijese.
El silencio del dolor era agrio y la esperanza parecía haberse
esfumado para siempre. El señor Ramiro sucumbido sin saber reaccionar
ante una situación para la que no parecía poder hacer absolutamente
nada.
Pasaron dos días y volvió a amanecer. La pequeña
Sara de nuevo aparecía limpia y sonriente en su preciosa cuna.
La escena se repetía: la madre salía entusiasmada y buscaba
al marido que la abrazaba y regresaba a abrazar a la niña. Ya no
hubo médicos examinando el pequeño cuerpecito, ni se atrevió
nadie a lanzar conjeturas que no podían estar fundadas en nada
conocido. Por la tarde, tras una pausa, la niña volvió a
enfermar. Pero esta vez la desesperación tornó en razón
y fue la propia madre la que intuyó lo que estaba ocurriendo en
aquel ser tan diminuto.
-Ramiro, ven.
La madre estaba convencida de que aquella niña sufría una
alergia muy seria que desaparecía cuando ella y la nodriza la aislaban.
Recapitularon cada uno de los movimientos producidos, todos los alimentos
tomados, todas las telas y paños usados, todas las manos que tocaron,…
No encontraron la solución pero, sin embargo, ya tenían
un campo de batalla donde luchar.
La niña volvió a quedar aislada en la habitación
y sanó de la misma forma que las veces anteriores. Desde aquel
mismo momento empezaron a observar todas las cosas que la rodeaban y podrían
suponer agresiones a su extraño sistema inmunológico. Todo
se empezó a anotar en una pequeña libreta, de tal forma
que en caso de producirse una nueva recaída, pudiesen tener en
cuenta todas y cada una de las cosas que habían interactuado con
la pequeña Sara. Se anotaba el jabón, las gasas o la temperatura
del agua. La madre impuso una cuarentena que transcurrió sin sobresaltos
y de la que la niña salió con una salud aparentemente recuperada
y con casi dos cuadernos de anotaciones.
Don Ramiro rompió por fin el aislamiento y pasó la tarde
en la alcoba con la niña. Aquella misma noche se desató
de nuevo la pesadilla al mismo tiempo que la investigación empezó
a arrojar las primeras hipótesis.
-Ramiro, sabes lo que estoy pensando pues creo que tú has llegado
a las mismas conclusiones que yo.
-Si, esta claro: la única novedad de hoy con respecto a los días
anteriores ha sido mi presencia en la habitación. Será mi
ropa, pero a penas la he rozado. No se…
La niña volvió a recuperarse y se impuso el aislamiento.
Esta vez duró mucho más y la niña no mostró
en ningún momento síntomas de enfermedad. Un día,
D. Ramiro, harto de conjeturas y vetos, saltó las normas y se puso
frente a la pequeña que lo recibió con una maravillosa sonrisa.
Rezó suplicando el final de aquella situación pero no lo
escucho nadie. Esa misma noche la niña volvió a enfermar.
La hipótesis se confirmaba y él era el que portaba algo
que a la pequeña la destruía.
Era hora de actuar. Apareció el pediatra, pero esta vez recibía
toda la información que el matrimonio había recapitulado
libremente. Oscultó a la niña confirmando su perfecto estado
de salud y se dispuso a preparar todo tipo de pruebas para descubrir que
tipo de alergia padecía y que es lo que se la producía.
Nada más marcharse el doctor se inició otro capítulo
de la pesadilla y esta vez parecía definitiva. La madre volvió
a recluirse pero esta vez juró no dejar pasar a nadie si la niña
se recuperaba. De nuevo el milagro y a los pocos días las conclusiones
de las pruebas realizadas: la niña sufría una extrañísima
enfermedad que le hacía reaccionar ante las feromonas masculinas.
Era necesario reconstruir aquel mundo y, por fin, podrían plantear
como hacerlo. D. Ramiro, lejos de sentirse culpable, empezó a reconstruir
la casa y a crear espacios libres donde no se permitiese el acceso a ningún
hombre. Se acotó la gran mansión con normas estrictas y
despidieron a todos los hombres que allí dentro trabajaban. Cualquier
mercancía que entraba se examinaba y desinfectaba pues era imposible
prever quien había manipulado cada cosa. A pesar de todos los inconvenientes
la vida se organizó en todo aquel lugar para no permitir que una
sola feromona entrase en contacto con la pequeña. Y así
fue. El mundo se pudo adaptar a Sara y la pequeña se desarrolló
en un espacio donde solo existían mujeres y el único hombre
fue su padre, al que solo podría ver a distancia en el jardín
o en el campo o en la habitación con la pared de cristal que había
hecho construir con un grupo extraño de albañiles mujer.
Sara creció y su salud solo se vio afectada por enfermedades corrientes
o por contacto con alguna prenda y objeto manipulado por algún
hombre que había traspasado la barrera de control estricta impuesta
en el lugar. Los padres lucharon por normalizar esa situación e
hicieron posible que la niña tuviera amigas, profesoras, doctoras,…
todo igual pero dentro de aquel mundo particular que tanto había
que cuidar. La Hacienda se había convertido en un pequeño
universo para una única persona que siempre supo comprender la
diferencia e intentó vivir a favor de ella.
Tras un violento accidente de tráfico, Sara perdió a sus
padres a los veinte años. El profundo dolor de aquella situación,
lejos de hundirla, la refortaleció en su empeño de vivir.
Sin pactar nada, se sentía responsable de un gran compromiso que
quería cumplir hasta las últimas consecuencias. No se trataba
de gestionar todas aquellas tierras, ni de sacar el máximo fruto
al gran capital adquirido, no, se trataba de ser feliz con la diferencia
que la marcaba su condición en el mundo.
Pasaron varios meses hasta que se destensó la reacción a
la fatídica pérdida. La niña hiperprotegida se encontró
sola en su pequeño pedazo de mundo sin guía y protección.
Todo había ocurrido de forma tan inesperada que no había
planificado un futuro más allá de el que marcaba la protección
de sus padres.
Era necesario andar y había que hacerlo cuanto antes. Lo primero
que pensó es que llevaba tiempo sin hacerse una revisión
de su enfermedad y que posiblemente, como ocurre a veces en estos casos,
hubiese remitido. Se sometió a las pruebas y los resultados fueron
demoledores: la virulencia de la alergia se agravaba con el paso del tiempo.
No había otra salida. Su mundo era y tenía que ser el que
habitaba.
Sara buscó una asesora que desde aquel día le llevaría
toda la administración de sus bienes. Vendió todas las posesiones
externas que había heredado y juntó todo el dinero posible
para hacer extensible la Hacienda y de esta forma logró ampliarla
hasta el mar. Ante él, Sara, sintió el primer consuelo real
tras la muerte de sus padres. Caminó y se sumergió desnuda
para, tras unos segundos, emerger fuerte, limpia y decidida con todas
sus fuerzas a hacer de su espacio un mundo no a la medida de su enfermedad
si no a la medida de si misma. Al día siguiente mandó vallar
todo el territorio y pactó con las autoridades gubernamentales
los privilegios de exclusión del lugar. La Hacienda tenía
que pervivir por si sola. Ya no era un reducto lo que ella buscaba si
no llevar a cabo un mundo propio sin la necesidad de repetir el mundo
que se quedaba fuera. Solo era necesario planificarlo correctamente y
contar alrededor con las mujeres adecuadas que pudiesen poner aquello
en marcha.
Juntó a todas las mujeres que trabajaban en la Hacienda y les contó
sus planes. Todas se quedaron asustadas y sin saber como reaccionar pues
la propuesta era absolutamente radical: montar la estructura de un mundo
propio en el interior de aquellas miles de hectáreas. La mayor
parte de ellas tenían organizado su mundo fuera de aquella finca
y rehusaron la utópica propuesta. Sin embargo, quedaron algunas,
doce realmente, que por una causa u por otra, creyeron en las intenciones
de Sara y, lo que es más importante, estaban dispuestas a participar
en la construcción de aquel país.
La
gran Hacienda se quedó casi despoblada. Las doce mujeres que decidieron
seguir a Sara se instalaron definitivamente allí y tras varias
semanas de discusiones y debates y, sobre todo, tras aceptar su nuevo
estadio en la vida, plantearon unas pequeñas normas de convivencia
que, a modo de constitución, infringían cierto orden y compromiso
con aquel nuevo espacio creado.
En primer lugar la gran finca La Hacienda pasaría a llamarse Paraíso
y se seguía rigiendo por las leyes del estado chileno. No obstante,
como finca privada, disponía de unas normas propias que sin competir
con la ley vigente, hacían posible un funcionamiento particular.
1. Paraíso es un espacio de mujeres y para mujeres
2. Se organiza a través de una asamblea general con una coordinadora
rotativa donde se plantearan todos los temas propuestos por cada una de
las mujeres.
3. Los bienes catastrales e inmuebles son de toda la comunidad y deberán
ser explotados y disfrutados para beneficio de la misma
4. No existe la propiedad privada más allá de los objetos
relacionados con el vestir
5. El respeto en la convivencia debe ser la base del comportamiento de
todas sus habitantes
6. Todas las mujeres de Paraíso pueden entrar y salir de allí
siempre y cuando lo deseen
7. Se establecerán normas para la realización de las tareas
comunes que permitan el funcionamiento de Pariso.
8. No se reconoce ninguna religión u organización política
y se desestima otra moralidad que no sea la del respeto mútuo.
A través de esas normas se estableció el comportamiento
de un lugar ajeno al mundo donde poco se podía predecir. El camino
se iniciaba sin saber exactamente donde acabaría.
A Paraíso, sin saber exactamente como, llegaron mujeres de todos
lados. Cada una de ellas portaba una historia y, al poco tiempo, en la
mayoría de los casos la olvidaban. Algunas volvían al mundo
pero la mayor parte se instalaba definitivamente y vivía y trabajaba
para hacer realidad aquel lugar. Un día llegó una chica
llamada Clara sin una historia que contar. Sara la miró y se quedó
junto a ella el resto de su vida.
A
veces, cuando querían saber quién eran, algunas de las chicas
subían a un monte cercano y desde allí observan el mundo
de fuera.
*Cuento
escrito para el catálogo de la Exposición "El hueco
en el espacio" en el CAAM, Las Palmas. |